2006-05-25

Ficción

Sacrifice
A dave navarro y the ripper

“…Aquí estoy, Padre, como siempre, cubriendo mis errores cuando ya es tarde...” gritaba dentro de mi cabeza, silenciando el ruido de la ametralladora.

Prisionero 2361-11-SHSP: para esta noche, el último criminal condenado a pena de muerte en esta República con el método de electrocución. El método más cruel después del garrote español. Sí, la silla eléctrica.

Rompo una vena con el lápiz afilado que me dejaron para la última carta. Miro las hojas de papel y ellas me devuelven la mirada. Así que dejaré la última carta en las paredes de esta prisión, para que no puedan borrar mi sangre.

Un mandatario que se arrastró hasta su puesto clamando por tomar las vidas de los transgresores decidió escoger a este recluso, convicto por un número no revelado de “crímenes”, para estrenar toda la pompa, circunstancia y parafernalia que conlleva matar autorizadamente a otros. Convicto, declarado culpable, insano o como quiera llamarse a una mente más allá de los límites de la cordura habitual. Sí, los borró a todos porque así lo quiso. Y que no vuelvan a aparecer porque los volverá a borrar.

Nada hace correr el pulso como una cara donde aparecen el miedo, la confusión, y una búsqueda atropellada en la memoria. Si olvidaste lo que me hiciste a mí, aún así sentirás mi consecuencia.

“Soy un fracaso, Padre. Tenías razón. Soy insalvable y no valgo la pena. Como solías decir, soy indigno de usar tus palabras...”

2361-11-SHSP permanecería frío y ausente sin dormir toda la noche después de escribir la última carta en una pared del calabozo. “NO CONFÍES EN NADIE.” Así quedaría retratado: de espaldas a su último manifiesto, de pie, vestido con el traje de los moribundos, las esposas y las cadenas, mientras la reja permanecía abierta para su salida. Hombros caídos, levedad en el cuerpo pero dureza en el semblante y la mirada extraviada, quizás traspasando a la cámara, al fotógrafo y cualquier otra cosa en el camino. La herida sanaría en camino hacia la habitación final. Los ruidos de las cámaras se fundieron entre sí mientras se acercaban todos hasta la puerta metálica puntada de verde oliva, que nadie se atrevería más a trasponer con la imaginación, menos aún con la mirada.

Lamento hacerles pasar por este momento, estructurado y rígido como una ceremonia diseñada para filtrar toda la culpa que los espectadores suponen en los presentes. Quizás exceptuándome a mí. Mi más sincero deseo es terminar con todo este ruin proceso de una vez.

Al cerrarse la puerta, las cámaras quedaron atrás, junto con los ojos de millones de personas. Sólo algunas se habrán preguntado alguna vez porqué nunca se supo qué crímenes cometió, quiénes fueron sus víctimas y porqué fue apresado haciendo uso de una ametralladora cuando las víctimas sufrieron otra muerte. Ahora sólo caben dentro del rango visual el recluso, los dos oficiales que lo aseguran a la silla, además del hombre calvo con guardapolvo, que dio una mirada incólume y apagó las luces.

Una lampara de plastico amarillo se encenderá en la pared, y con eso, la frialdad se deshace como hielo sobre rieles al sol. No hay razón para fingir o postergar el momento siguiente.

El cuerpo ya no responde. Sin mi permiso, mi espalda se arquea contra el respaldo de esta máquina, estrellándome. Tras de mis ojos cerrados sólo líneas azules hasta una ausencia total de luz.

El hombre calvo con guardapolvo abrirá la puerta, encenderá las luces, y otros dos elementos vestidos igual harán rodar una camilla. Se llevarán lo único que no ha estado ahí antes y del resto se encargarán los limpiadores. Afuera se oirán gritos cuando se conozca la noticia.